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Blog de José Luis Correa

Fragmento de primavera

¿Recuerdan a mi gitanilla? Pues aún anda por ahí dando tumbos. Espero que me acompañe al menos hasta verano...

[...]

Lo estaba aguardando en la estación, junto al quiosco de prensa. Llevaba un vestido largo azul marino y un abrigo de piel marrón oscuro abrochado hasta el cuello, el pelo recogido en un moño graciosísimo con dos lápices cruzados de color naranja. Parecía diferente, como si en apenas dos semanas se le hubieran colado de rondón dos años enteros. Sin embargo, los lápices le devolvían el embrujo de la niñez. Eso y que no sabía dónde colocar las manos de lo nerviosa. Cualquiera diría que esperaba un diagnóstico fatal en la consulta del oncólogo.

            Miguel la vio nada más salir de la terminal.

No la esperaba. O sí, pero más tarde. ¿Se sentía de verdad preparado para el reencuentro? Se detuvo un instante a fin de asegurarse de que no era un espejismo. No lo era. Siguió andando. Se acercó a ella sin prisa, sin saber bien qué saludo iba a ofrecerle, calculando qué sería más torpe: si quedarse corto o pasarse de largo. Cuando Nejla le sonrió, más con los ojos que con la boca, ya no tuvo duda. Le estaba dejando libre el pasillo de sus labios. Colocó la maleta en el suelo, a sus pies. Se abrazó a su cintura y la besó con las ganas intactas de quince días de ingrata soledad. Ella se dejó querer. Recibió la lengua de Palmero igual que una flor abierta recibiría el beso de una mariposa. La excitación contenida le hizo dar un respingo.

El vestíbulo se fue vaciando, el quiosquero cerró los ventanucos, la señora de la limpieza los envolvió en un reproche tosco. Pero ellos no se movieron de su esquina. La emoción les impidió sospechar de dos sombras en la oscuridad. ¿A quién le interesan los mirones cuando sólo se tienen ojos, labios y manos para el otro? Nejla no podía saber que la vigilaban. Y Miguel sólo quería saborear el dulce de los besos de la bailarina. A un centímetro del rostro de la muchacha, recitó en silencio un poema que una vez le leyeron, No sólo el río es irrepetible. No recordaba de quién era, Tampoco se repiten la lluvia, el fuego, el viento, las dunas del crepúsculo. ¿Qué más daba?, No sólo el río, sugirió el fulano. El caso es que le sobrevinieron los versos nada más separarse de su boca, Por lo pronto, nadie puede, mengana, contemplarse dos veces en tus ojos…

Se vio reflejado en las pupilas negras de Nejla Kulaber. Y se notó contento como un chiquillo. Sólo entonces (a veces, es necesario tocar la herida para creer) comprendió que su casa estaba donde estuviera ella. Se halló apátrida sin remisión. Tan nómada como la mujer que lo miraba sorprendida de tanta felicidad.

Ajenos al resto del mundo, no repararon en la pareja de policías que los observaba con disimulo en la puerta de la estación. Nejla le preguntó qué quería hacer. Miguel no necesitó pensarlo, Lo que sea pero contigo. Y ella le devolvió una sonrisa azorada, esta vez con los labios, He preparado cena por si llegabas con hambre. Y él olvidó la reserva de hotel, Pues sería un pecado mortal permitir que se enfríe.

En el taxi no necesitaron hablar para sentirse a gusto. Enlazaron sus dedos y contaron el número de calles que separaba la estación de la buhardilla de Nejla. Ella pensó si no habría cometido la torpeza de no poner a enfriar el vino. Él en lo hermoso que lucía Bremen a una semana de la Navidad. El taxista los miró a través del retrovisor. Murmuró algo con voz aguardentosa e insolente. Miguel miró a la gitana en busca de auxilio y ella respondió al hombre sin dejar entrever ni una emoción. Lo único cierto fue que el tipo no volvió a pronunciar palabra: encendió la radio, sintonizó una emisora de música tribal, con exceso de percusión para los oídos de Miguel, y continuó la marcha en mitad de la noche.

Mientras subían las escaleras del apartamento, después de haber discutido sobre quién pagaba el taxista malencarado, Palmero quiso saber lo que había ocurrido durante el trayecto. Nejla no entró en detalles, simplificó la charla, Nos vio tan callados que dio por hecho que éramos matrimonio; ¿y yo qué le contesté?; pues que, aunque el suyo fuera un aburrimiento, no todos los matrimonios tenían que ser iguales.

Miguel había intuido siempre que la Kulaber tenía carácter pero no fue hasta esa noche en que lo supo a ciencia cierta. No le había hecho falta a Nejla enojarse ni gritar ni recurrir a ninguna estratagema reivindicativa para poner al tipo del taxi en su sitio. Eso pensaba él mientras perseguía sus caderas rotundas por el pasillo. Benedetti. Lo pensaba mientras observaba sus andares de gitana resuelta. El poema de la estación era de Benedetti. Mientras el deseo se iba haciendo fuerte en su pecho. Y se sintió poeta y uruguayo y feliz. Tanto que apenas escuchó lo que ella le decía de los taxistas de Bremen. Unos ignorantes que, cuando la veían sola, o pretendían ligar con ella del modo más vulgar o la trataban como si fuera imbécil. Y no estaba dispuesta a soportar ninguna de las dos cosas, así que se movía en guagua, en bicicleta o a pie si hacía buen tiempo.

Miguel cerró los ojos nada más entrar en el apartamento. Cerró los ojos para recordar sin estorbos y le volvieron todas las sensaciones que lo habían embargado en la semana que compartió con Nejla. El eco tibio de las conversaciones que le llegaban desde el patio de luces. El olor mestizo de guisos y de especias y de sándalo o pachulí. El ronroneo de Cleopatra. Al abrirlos de nuevo, la muchacha se había perdido por uno de los cuartos y la gata lo observaba al final del corredor, a los pies de un jarrón, con ojos intrigados. ¿Lo reconocía o lo retaba?

Ni la cena ni la pasión se enfriaron.

Puede que en un presagio de lo que iba a suceder esa noche de reencuentros, Nejla había preparado un bocado ligero: arroz con dátiles y pollo con salsa de cebolla y nuez moscada. El vino fue lo único frío de la velada, al final sí que se había acordado de ponerlo en el frigorífico. Lo bebieron sin prisa, masticándolo, paladeando cada sorbo como si estuvieran en una cata. Continuaron su táctica tácita de hablar poco y sonreírse mucho. Ella le confesó que llevaba ya un tiempo sopesando la idea de tomarse un descanso en su trabajo. Él tenía la intuición de que, cuando regresara, ya no tendría trabajo del que tomarse un descanso. Ella dejó caer que el frío de Bremen se estaba poniendo de verdad insoportable. Él se quejó de su cuarto de pensión sin más gracia que el cuadro que había comprado por (y quizás para) ella.

Antes de ponerse del todo sentimental, Nejla se puso del todo práctica. Como ignoraban cuánto tiempo iba a estar Miguel reunido con los policías y ella debía hacer varias compras para la Navidad, le dejó una copia de las llaves del apartamento. Palmero iba a recordarle que tenía la reserva de hotel en el Ramada, pero le pareció una descortesía. Estaba tan linda con sus ojos húmedos de la emoción y el vino, que se negó a enfangarle la ilusión.

Recogieron la mesa con tanta armonía que, si el taxista hubiera podido verlos por un agujerito, hubiera insistido en sus sospechas de que eran matrimonio. Mientras Miguel fregaba la loza, la gitanilla guardaba las sobras (de tanto mirarse apenas comieron) de la cena en unos tarros verdes de cerámica. Él la sintió moverse por la estancia con agilidad, como una gacela danzarina en aquella selva diminuta. Luego, cuando Nejla salió de la cocina, la oyó trastear en el cuarto de baño. Oyó correr el agua del lavabo, la catarata intermitente de la cisterna, el frufrú de la toalla. Por el patio llegaban rumores de una arenga: un padre le recordaba a sus hijos que ya era hora de acostarse.

Cuando Nejla regresó, Palmero estaba secando la última copa. No tuvo tiempo de colocarla en el escurreplatos. Se dejó abrazar por la bailarina. Susurrar en el cuello, No puedes imaginar, Miguel, cuánto te ha extrañado mi cuerpo. Las manos de ella se volvieron gusanos de seda recorriendo su pecho, su vientre, su ingle. No fue consciente de cómo ni cuándo le había desabrochado el pantalón. Pero sí de cuando sus dedos se derramaron dentro. Y entonces comprendió hasta qué punto la deseaba. [...]

Saludos,

JL

 

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José Luis -

Para celebrar que al tío Mario le han dado el Nobel les dejo (humildemente) un capítulo del nuevo caso de Ricardo Blanco...


[...] Jamás había estado antes en una emisora de radio. Y la sensación que me produjo fue la de que me estaba volviendo viejo. Esperaba encontrar un antro maloliente, un par de cuartos estrechos y sin ventilar, gente fumando en sus raquíticas mesas delante de un ordenador, la penumbra de un garito en el que nadie osa respirar muy alto por si molesta, el zumbido martilleante de los teletipos. Pensaba en periodistas diferentes, vestidos con desgana (es la radio, allí no te ve nadie): tipos desaliñados con barba de tres días, mujeres bizcas (no sé por qué estúpida razón siempre he asociado la radio a la bizquera) y sin gracia. Tal vez había visto demasiadas películas y se me había grabado una imagen bohemia de posguerra.
La emisora estaba en la primera planta de un moderno edificio en la trasera del Mercado del Puerto. Tuve que preguntar en un puestillo mestizo donde vendían dulces y caramelos junto a relojes, sombreros de paja y bufandas de equipos de fútbol. La puestera, una morenilla con acento eslavo, me cambió una sonrisa y la información por una caja de mantecados de canela. Sí. No sé cómo lo hizo. Pero fue sonreírme y ya tenía yo la mano en el bolsillo para pagar los dulces. Menudo negociador estaba hecho. No era, sin embargo, mal negocio: ella ganaba la comisión, yo me ahorraba mil vueltas hasta dar con la radio e Inés se llevaba unos mantecados de regalo
Cuando llegué a mi destino me recibió una mujer vestida con un elegante conjunto de falda y chaqueta gris marengo. Con amabilidad y unos ojos marrones y afables sin atisbo de extravío me preguntó mi nombre y el de la persona con quien quería hablar. Luego me rogó que esperara en una salita coqueta con muebles de diseño italiano: sillas en formas estrambóticas, una lámpara de pie que serpenteaba, una roca volcánica a modo de mesilla. La emisora era enorme y luminosa, con unos ventanales que daban al Atlántico. Y llegué a envidiarle la chaqueta a la recepcionista porque el aire acondicionado estaba a toda mecha y yo venía del sofoco septembrino de Las Palmas. Al menos olía a limpio, a ambientador de limón. Un letrero de Espacio libre de humos me dio la explicación a tanta pulcritud.
Sergio Casañas debía de tener mi edad, tal vez un par de años más, por lo que deduje que habría entrado a trabajar en la emisora de muy joven. Lo imaginé de becario, paseando un carrito con la correspondencia, acarreando documentos y cafés por toda la oficina. Me saludó con un entusiasmo contagioso. Según dijo, tenía ganas de conocerme. Había seguido con curiosidad alguno de mis casos anteriores (le había resultado fascinante, así lo expresó, la historia del violinista judío) y confesó, en un arranque de sinceridad infantil (parecía de veras un chiquillo al que pillan en una mataperrería), que le había dado mi nombre a Elsa Iglesias con la esperanza de que se produjera aquella visita.
Me condujo a su despacho, un silencioso gabinete en el que habría cabido toda mi oficina con balcón incluido. Casañas, como si estuviera acostumbrado al asombro de los visitantes, me avisó de que no sacara conclusiones demasiado pronto. Ni era tan espacioso ni tan pacífico: ese despacho lo compartían nueve periodistas en tres turnos y, cuando había zafarrancho de combate, era puro bullicio y se tropezaban unos contra otros constantemente. En aquel momento, no obstante, sólo había una persona además de nosotros (la estancia también tenía vistas al mar y unos techos altísimos) y fui incapaz de imaginarme el guirigay al que Sergio aludía.
El periodista me quiso presentar a su compañera, una colega de informativos llamada Virginia. También dijo su apellido pero se me perdió de un modo lamentable por el camino: toda mi atención estaba puesta en los ojos azules y las piernas sin término de la informadora. Por desgracia, iban a dar las seis y Virginia tenía que irse a dar el parte horario. Me dejó un rastro de violeta en la mano con que la saludé y una sonrisa boba el resto de la tarde.
Casañas debió de advertir la impresión que su compañera había dejado en mi ánimo porque hizo un comentario con una dulce ingenuidad desprovista de doblez, Recuerde el nombre de esa muchacha, Ricardo, porque va a ser una periodista cojonuda; sólo tiene veintiséis años pero lleva la radio en la sangre. Veintiséis años. Manda carajo. Definitivamente, me estaba volviendo viejo.
Sergio me ofreció asiento y un café o un zumo. Me acordé de las palabras agoreras de Elsa Iglesias y me decidí por el zumo. De melocotón valdría. Sin hielo mejor. En lo que buscaba dentro de un armario metálico y me servía la bebida en un vaso de plástico con la inscripción de la emisora grabada a tinta, se interesó por los pormenores de mi trabajo. Suele ocurrirme con frecuencia que, cuando me entrevisto con alguien a cuenta de una investigación, el entrevistado pregunte más que yo. Imagino que es la manera de reclamar reciprocidad, de sentirse menos intimidado. Aunque también lo de ser detective debe de producirle a la gente cierta curiosidad morbosa. Todos quieren averiguar lo que hay detrás de tramas de corrupción política, de negocios enrevesados, de infidelidades que, un día sí y otro también, afloran en los periódicos de la mañana. Normalmente respondo, para no comprometerme demasiado, que sé tanto como ellos. Ocurría que, en aquel caso, no era ninguna excusa: Casañas era un periodista de pura cepa y, sin duda, estaría más enterado que yo de cualquier cosa que fuese noticia.
No obstante, lo que él quería comprender nada tenía que ver con el hecho de la desaparición de Quesada sino cómo demonios había acabado yo en aquella aventura. Y no se refería, claro está, a la desaparición en sí (yo estaba embarcado en ella por su culpa; había sido él el que me había propuesto para héroe), Casañas hablaba en términos generales: ¿qué tripa se me había roto para acabar de detective privado en una ciudad como Las Palmas?
Iba a salirle con la petenera de que Las Palmas era tan buen lugar como cualquier otro para mi trabajo. Que aquí se vive y se muere, se ama y se odia, se dignifica y se humilla igual que en cualquier otra parte. Pero el hombre no se merecía esa respuesta. De manera que no me importó repetir la retahíla de acontecimientos azarosos que me habían llevado a montar un despacho en Triana, 57. Se trataba de una mezcla insólita, un cóctel molotov de amigo de la infancia, noche de farra, apuesta y tiempo libre. O lo que era lo mismo: de Miguel Moyano (mi actual socio) con tres copas de más; de un Ricardo Blanco quince años más joven y sin trabajo; y de ambos con ganas de coña. Él sostenía que yo no sería capaz de llevar un negocio más allá de un bar. Yo me piqué y le propuse el más disparatado que se me ocurrió entonces con la idea de que al día siguiente no lo recordaría. Pero lo recordó y me retó a que lo sacara adelante. Así que allí estábamos.
Nada de tradición familiar ni zarandajas de ésas. Mi padre era ingeniero y mi abuelo materno (al otro no llegué a conocerlo) calafate. Ninguno de los dos pudo influir jamás en mis locas decisiones. Y mi madre se limitó a seguirme la corriente. De hecho, siempre he pensado que si le hubiera propuesto a Miguel un negocio de lencería fina, ahora estaría vendiendo bragas en una tienda de Mesa y López.
Si Casañas se sintió defraudado no lo dejó entrever. Siguió sonriendo como un chiquillo aunque estoy seguro de que no acabó de creerme. Estaba acostumbrado por oficio a dudar de todo y reconozco que mi historia resulta más peregrina que cualquier otra cosa. Así que regresamos a lo que en realidad nos interesaba: ¿qué había sido de Pablo Quesada?
El periodista no supo responder. Pablo era un tipo diferente. Sí. En el sentido en que le faltaba ambición en un negocio en el que todo quisque busca protagonismo. Yo tenía que imaginarlo. La clave del periodismo es llegar el primero a donde la noticia. Pero a Quesada le interesaba más irse el último: cuando ya todos estaban recogiendo los bártulos, él empezaba a escarbar en la basura. Y había que reconocer que el cabrón tenía olfato. Por eso seguía en la emisora. Y por eso también era difícil saber en qué andaba metido: tanto podía ser en un accidente de tráfico de hacía dos días como en un alijo de drogas decomisado el mes anterior. No tenía preferencias. Lo mismo le daba un chanchullo político que la muerte de una anciana en un barrio marginal, sólo por nombrar dos de sus mejores trabajos de investigación. Pablo funcionaba por instinto. Igual que yo.
Era la segunda vez en el mismo día que me comparaban con el desaparecido. Si no hubiese ya aceptado el caso, esa comparación hubiera bastado para despertar mi curiosidad. Necesitaba conocer algo más del periodista: dónde trabajaba, cómo se movía, qué asuntos le llamaban la atención. Casañas me señaló un ordenador portátil que había en la esquina de su enorme mesa. Era el de Pablo. Pero yo no debía hacerme ilusiones: probablemente tendría una contraseña y los archivos importantes escondidos bajo una maraña de documentos sin interés.
Por si la flauta sonaba, Sergio encendió el portátil y esperó a que se pusiera en funcionamiento. Nos aguardaba una noticia feliz y una decepcionante. El ordenador no estaba encriptado y podíamos acceder a la información. Pero ésta, luego de un vistazo rápido, no parecía tener interés: unas cuantas fotos picantes; dos o tres archivos de esos que se envían y se reciben a granel y en los que, si te atreves a romper la cadena de transfusión, se te cae el pelo; varias canciones pirateadas (al final, el bueno de Pablo tenía buen gusto: Stan Getz, Bebo Valdés, Arturo Sandoval…). Nada. Con seguridad, Pablo Quesada trabajaría con un pendrive, una memoria extraíble que llevaría consigo a todas partes. Era de esperar, ¿verdad?, en alguien al que todos consideraban un lobo solitario.
Para su correo personal, sin embargo, sí íbamos a necesitar una clave de acceso. Y aquello era la aguja de todos los pajares del universo mundo. No habría manera de entrar en él. Entonces, ¿qué otra cosa podríamos sonsacarle al dichoso portátil? Seguro que un experto informático nos abriría la puesta a los secretos de Quesada pero ni Sergio ni yo lo éramos. Eso sin contar con que necesitaríamos el visto bueno de la dirección de la emisora y yo debía saber lo poco amigos que eran los periodistas de desvelar las fuentes de información. Nunca nos lo darían.
Casañas, de pronto, entrecerró los ojos como el que intenta enfocar mejor un punto en el horizonte. Había algo que sí podíamos sondear sin necesidad de salvoconductos: las últimas visitas de Pablo por la Red. Sí. Cuando alguien navega por Internet suele dejar un rastro reconocible en la memoria del ordenador y, ¿quién sabe?, eso podría decirnos algo de lo que a nuestro hombre le interesaba últimamente. ¿Ilegal? No. Lo ilegal no sería la información que extrajéramos sino el uso que hiciéramos de ella. Si tuviésemos intención, por ejemplo, de difamar, comprometer, chantajear a Quesada se nos caería el pelo, pero ni él ni yo teníamos intención de hacer tal cosa. Antes al contrario, nuestro propósito era salvarle la vida.
Así fue como llegamos a la primera conclusión de aquel caso: en los últimos meses, Pablo Quesada parecía haberse hecho experto en arte sacro. [...]

Saludos,
JL