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Blog de José Luis Correa

Apreciado José Luis

Me ha encantado, entrar en tu página y leer tu fragmento. 

Lo cierto es que está muy interesante..........

Me alegró mucho verte el otro dia en el cumple de José, 

lo pasamos realmente bien y fue muy divertido charlar contigo.

Espero que volvamos a encontrarnos pronto.

Me alegro mucho por tus éxitos y te deseo sinceramente muchos más.

Un abrazo y un beso muy grande para Calitos "terremoto",

jejeje, de casta le viene al galgo..........

Saludos.

 

Marga Millán.

Fragmento de primavera

¿Recuerdan a mi gitanilla? Pues aún anda por ahí dando tumbos. Espero que me acompañe al menos hasta verano...

[...]

Lo estaba aguardando en la estación, junto al quiosco de prensa. Llevaba un vestido largo azul marino y un abrigo de piel marrón oscuro abrochado hasta el cuello, el pelo recogido en un moño graciosísimo con dos lápices cruzados de color naranja. Parecía diferente, como si en apenas dos semanas se le hubieran colado de rondón dos años enteros. Sin embargo, los lápices le devolvían el embrujo de la niñez. Eso y que no sabía dónde colocar las manos de lo nerviosa. Cualquiera diría que esperaba un diagnóstico fatal en la consulta del oncólogo.

            Miguel la vio nada más salir de la terminal.

No la esperaba. O sí, pero más tarde. ¿Se sentía de verdad preparado para el reencuentro? Se detuvo un instante a fin de asegurarse de que no era un espejismo. No lo era. Siguió andando. Se acercó a ella sin prisa, sin saber bien qué saludo iba a ofrecerle, calculando qué sería más torpe: si quedarse corto o pasarse de largo. Cuando Nejla le sonrió, más con los ojos que con la boca, ya no tuvo duda. Le estaba dejando libre el pasillo de sus labios. Colocó la maleta en el suelo, a sus pies. Se abrazó a su cintura y la besó con las ganas intactas de quince días de ingrata soledad. Ella se dejó querer. Recibió la lengua de Palmero igual que una flor abierta recibiría el beso de una mariposa. La excitación contenida le hizo dar un respingo.

El vestíbulo se fue vaciando, el quiosquero cerró los ventanucos, la señora de la limpieza los envolvió en un reproche tosco. Pero ellos no se movieron de su esquina. La emoción les impidió sospechar de dos sombras en la oscuridad. ¿A quién le interesan los mirones cuando sólo se tienen ojos, labios y manos para el otro? Nejla no podía saber que la vigilaban. Y Miguel sólo quería saborear el dulce de los besos de la bailarina. A un centímetro del rostro de la muchacha, recitó en silencio un poema que una vez le leyeron, No sólo el río es irrepetible. No recordaba de quién era, Tampoco se repiten la lluvia, el fuego, el viento, las dunas del crepúsculo. ¿Qué más daba?, No sólo el río, sugirió el fulano. El caso es que le sobrevinieron los versos nada más separarse de su boca, Por lo pronto, nadie puede, mengana, contemplarse dos veces en tus ojos…

Se vio reflejado en las pupilas negras de Nejla Kulaber. Y se notó contento como un chiquillo. Sólo entonces (a veces, es necesario tocar la herida para creer) comprendió que su casa estaba donde estuviera ella. Se halló apátrida sin remisión. Tan nómada como la mujer que lo miraba sorprendida de tanta felicidad.

Ajenos al resto del mundo, no repararon en la pareja de policías que los observaba con disimulo en la puerta de la estación. Nejla le preguntó qué quería hacer. Miguel no necesitó pensarlo, Lo que sea pero contigo. Y ella le devolvió una sonrisa azorada, esta vez con los labios, He preparado cena por si llegabas con hambre. Y él olvidó la reserva de hotel, Pues sería un pecado mortal permitir que se enfríe.

En el taxi no necesitaron hablar para sentirse a gusto. Enlazaron sus dedos y contaron el número de calles que separaba la estación de la buhardilla de Nejla. Ella pensó si no habría cometido la torpeza de no poner a enfriar el vino. Él en lo hermoso que lucía Bremen a una semana de la Navidad. El taxista los miró a través del retrovisor. Murmuró algo con voz aguardentosa e insolente. Miguel miró a la gitana en busca de auxilio y ella respondió al hombre sin dejar entrever ni una emoción. Lo único cierto fue que el tipo no volvió a pronunciar palabra: encendió la radio, sintonizó una emisora de música tribal, con exceso de percusión para los oídos de Miguel, y continuó la marcha en mitad de la noche.

Mientras subían las escaleras del apartamento, después de haber discutido sobre quién pagaba el taxista malencarado, Palmero quiso saber lo que había ocurrido durante el trayecto. Nejla no entró en detalles, simplificó la charla, Nos vio tan callados que dio por hecho que éramos matrimonio; ¿y yo qué le contesté?; pues que, aunque el suyo fuera un aburrimiento, no todos los matrimonios tenían que ser iguales.

Miguel había intuido siempre que la Kulaber tenía carácter pero no fue hasta esa noche en que lo supo a ciencia cierta. No le había hecho falta a Nejla enojarse ni gritar ni recurrir a ninguna estratagema reivindicativa para poner al tipo del taxi en su sitio. Eso pensaba él mientras perseguía sus caderas rotundas por el pasillo. Benedetti. Lo pensaba mientras observaba sus andares de gitana resuelta. El poema de la estación era de Benedetti. Mientras el deseo se iba haciendo fuerte en su pecho. Y se sintió poeta y uruguayo y feliz. Tanto que apenas escuchó lo que ella le decía de los taxistas de Bremen. Unos ignorantes que, cuando la veían sola, o pretendían ligar con ella del modo más vulgar o la trataban como si fuera imbécil. Y no estaba dispuesta a soportar ninguna de las dos cosas, así que se movía en guagua, en bicicleta o a pie si hacía buen tiempo.

Miguel cerró los ojos nada más entrar en el apartamento. Cerró los ojos para recordar sin estorbos y le volvieron todas las sensaciones que lo habían embargado en la semana que compartió con Nejla. El eco tibio de las conversaciones que le llegaban desde el patio de luces. El olor mestizo de guisos y de especias y de sándalo o pachulí. El ronroneo de Cleopatra. Al abrirlos de nuevo, la muchacha se había perdido por uno de los cuartos y la gata lo observaba al final del corredor, a los pies de un jarrón, con ojos intrigados. ¿Lo reconocía o lo retaba?

Ni la cena ni la pasión se enfriaron.

Puede que en un presagio de lo que iba a suceder esa noche de reencuentros, Nejla había preparado un bocado ligero: arroz con dátiles y pollo con salsa de cebolla y nuez moscada. El vino fue lo único frío de la velada, al final sí que se había acordado de ponerlo en el frigorífico. Lo bebieron sin prisa, masticándolo, paladeando cada sorbo como si estuvieran en una cata. Continuaron su táctica tácita de hablar poco y sonreírse mucho. Ella le confesó que llevaba ya un tiempo sopesando la idea de tomarse un descanso en su trabajo. Él tenía la intuición de que, cuando regresara, ya no tendría trabajo del que tomarse un descanso. Ella dejó caer que el frío de Bremen se estaba poniendo de verdad insoportable. Él se quejó de su cuarto de pensión sin más gracia que el cuadro que había comprado por (y quizás para) ella.

Antes de ponerse del todo sentimental, Nejla se puso del todo práctica. Como ignoraban cuánto tiempo iba a estar Miguel reunido con los policías y ella debía hacer varias compras para la Navidad, le dejó una copia de las llaves del apartamento. Palmero iba a recordarle que tenía la reserva de hotel en el Ramada, pero le pareció una descortesía. Estaba tan linda con sus ojos húmedos de la emoción y el vino, que se negó a enfangarle la ilusión.

Recogieron la mesa con tanta armonía que, si el taxista hubiera podido verlos por un agujerito, hubiera insistido en sus sospechas de que eran matrimonio. Mientras Miguel fregaba la loza, la gitanilla guardaba las sobras (de tanto mirarse apenas comieron) de la cena en unos tarros verdes de cerámica. Él la sintió moverse por la estancia con agilidad, como una gacela danzarina en aquella selva diminuta. Luego, cuando Nejla salió de la cocina, la oyó trastear en el cuarto de baño. Oyó correr el agua del lavabo, la catarata intermitente de la cisterna, el frufrú de la toalla. Por el patio llegaban rumores de una arenga: un padre le recordaba a sus hijos que ya era hora de acostarse.

Cuando Nejla regresó, Palmero estaba secando la última copa. No tuvo tiempo de colocarla en el escurreplatos. Se dejó abrazar por la bailarina. Susurrar en el cuello, No puedes imaginar, Miguel, cuánto te ha extrañado mi cuerpo. Las manos de ella se volvieron gusanos de seda recorriendo su pecho, su vientre, su ingle. No fue consciente de cómo ni cuándo le había desabrochado el pantalón. Pero sí de cuando sus dedos se derramaron dentro. Y entonces comprendió hasta qué punto la deseaba. [...]

Saludos,

JL

 

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